Desde que era pequeña, digo niña, porque pequeña me quedé, siempre he oído la expresión “fulano tiene una vida de perro”, para indicar una vida azarosa, con mala suerte, o de mal vivir y que hacía que todo el mundo lo tratara como a un canino. En la época de mi infancia (no se vale sacar cuentas), lo más normal era tener un perro “rialengo”. Estos se criaban en la calle “marotiando” cuantas latas de basura había, de ahí su otro nombre “viralatas” y luego iban a su casa para la comida formal, que consistía en las sobras que dejaban sus amos: huesos, que cuando eran de pollo eran abundantes, el arroz que sobraba en los platos y el concón, con el que acariciaban el cardero de la carne y la olla de la habichuela. Todo esto aderezado con restos de ensalada: dos ruedas de tomates, otra de pepino, repollo y cuantas diabluras sobrara en la mesa. Generalmente uno no buscaba al perro, sino que el perro escogía a uno. El ubicaba a su futuro amo (principalmente a las mujeres) en sus idas y venidas al hacer las compras y tímidamente comenzaba a menearle la cola y a caminar detrás de ella un poco retirado. Luego iba tomando confianza (no mucha, porque el perro “rialengo” siempre está atento a que le manden una “patá”), luego se instalaba en la puerta, hasta que todos en el hogar se acostumbraban a su presencia. Eso si, nada de entrar a la casa: lo suyo era el frente o el patio. El nombre se lo ponían dependiendo de una característica física: boca negra, pata blanca, kaki, negrito(a), manchita, cola blanca, bolo, bolito, oreja prieta o el nombre de moda de los perros en ese momento: princesa, biuti, rintin, duque, etc. Un rasgo a destacar de estos seres vivos, cuando lo que tienen por morada es el inmenso aire libre y de techo el cielo, es su capacidad de adaptación a todo tipo de situaciones, de climas, de vicisitudes. Ellos aguantan estoicamente los aguaceros cuando no encuentran albergue y al paso de un ciclón, ellos salen caminando sobre los escombros como si nada, parecen empleados de la defensa civil. Otra importante característica de estos perros era que cada uno tenía su fritura oficial, que era donde cenaban, ya que la cena en la casa era siempre víveres y nadie era loco de echarle un tajo de salchichón (así se llamaba el salami en esa época). Ellos llegaban a su “fonda”, se ubicaban en un sitio estratégico y ¡chaz! eran expertos aparando la comida en el aire y aunque unos bellacos le tiraban carne caliente, ellos eran unos veteranos y la enfriaban en plena boca como si tal cosa. La inteligencia de estos perros de mi infancia era legendaria, conocían a todos los miembros de la casa: a la doña, esa se ocupaba de su comida, su pana full, el sobrino “arrimao”, ¡ahí no había vida!, un carajito “atronao” que siempre le apagaba colillas en el lomo, ¡a correr se ha dicho!, una tía jamona, medio aloquetiá, que no lo podía ver ni en pintura, “la cruz” y el más difícil, el amo, que no se sabía como iba a llegar de la calle: “¡fó!, boten a ete jodio perro o báñenlo, no sea nadie pendejo”. Cuando las hembras parían (luego de dar un espectáculo en todo el barrio), se repartían y los machos se iban primero (la gente primero le levantaba la patica “por siaca”) y los sobrantes los ponían en una caja para que alguien los recogiera. Muchos se quedaban en la pura calle, no se como se criaban, pero después pasaban a formar parte de la gran familia de perros callejeros. ¡Qué diferencia con los perros que tenemos ahora!
Teléfonos en cabina: 809-539-8930 y en twitter @raymundoysuteam
27 de diciembre de 2008
VIDA DE PERROS (Primera parte)
VIDA DE PERROS (PRIMERA PARTE)
Desde que era pequeña, digo niña, porque pequeña me quedé, siempre he oído la expresión “fulano tiene una vida de perro”, para indicar una vida azarosa, con mala suerte, o de mal vivir y que hacía que todo el mundo lo tratara como a un canino. En la época de mi infancia (no se vale sacar cuentas), lo más normal era tener un perro “rialengo”. Estos se criaban en la calle “marotiando” cuantas latas de basura había, de ahí su otro nombre “viralatas” y luego iban a su casa para la comida formal, que consistía en las sobras que dejaban sus amos: huesos, que cuando eran de pollo eran abundantes, el arroz que sobraba en los platos y el concón, con el que acariciaban el cardero de la carne y la olla de la habichuela. Todo esto aderezado con restos de ensalada: dos ruedas de tomates, otra de pepino, repollo y cuantas diabluras sobrara en la mesa. Generalmente uno no buscaba al perro, sino que el perro escogía a uno. El ubicaba a su futuro amo (principalmente a las mujeres) en sus idas y venidas al hacer las compras y tímidamente comenzaba a menearle la cola y a caminar detrás de ella un poco retirado. Luego iba tomando confianza (no mucha, porque el perro “rialengo” siempre está atento a que le manden una “patá”), luego se instalaba en la puerta, hasta que todos en el hogar se acostumbraban a su presencia. Eso si, nada de entrar a la casa: lo suyo era el frente o el patio. El nombre se lo ponían dependiendo de una característica física: boca negra, pata blanca, kaki, negrito(a), manchita, cola blanca, bolo, bolito, oreja prieta o el nombre de moda de los perros en ese momento: princesa, biuti, rintin, duque, etc. Un rasgo a destacar de estos seres vivos, cuando lo que tienen por morada es el inmenso aire libre y de techo el cielo, es su capacidad de adaptación a todo tipo de situaciones, de climas, de vicisitudes. Ellos aguantan estoicamente los aguaceros cuando no encuentran albergue y al paso de un ciclón, ellos salen caminando sobre los escombros como si nada, parecen empleados de la defensa civil. Otra importante característica de estos perros era que cada uno tenía su fritura oficial, que era donde cenaban, ya que la cena en la casa era siempre víveres y nadie era loco de echarle un tajo de salchichón (así se llamaba el salami en esa época). Ellos llegaban a su “fonda”, se ubicaban en un sitio estratégico y ¡chaz! eran expertos aparando la comida en el aire y aunque unos bellacos le tiraban carne caliente, ellos eran unos veteranos y la enfriaban en plena boca como si tal cosa. La inteligencia de estos perros de mi infancia era legendaria, conocían a todos los miembros de la casa: a la doña, esa se ocupaba de su comida, su pana full, el sobrino “arrimao”, ¡ahí no había vida!, un carajito “atronao” que siempre le apagaba colillas en el lomo, ¡a correr se ha dicho!, una tía jamona, medio aloquetiá, que no lo podía ver ni en pintura, “la cruz” y el más difícil, el amo, que no se sabía como iba a llegar de la calle: “¡fó!, boten a ete jodio perro o báñenlo, no sea nadie pendejo”. Cuando las hembras parían (luego de dar un espectáculo en todo el barrio), se repartían y los machos se iban primero (la gente primero le levantaba la patica “por siaca”) y los sobrantes los ponían en una caja para que alguien los recogiera. Muchos se quedaban en la pura calle, no se como se criaban, pero después pasaban a formar parte de la gran familia de perros callejeros. ¡Qué diferencia con los perros que tenemos ahora!
Autora: Ana Correa
Desde que era pequeña, digo niña, porque pequeña me quedé, siempre he oído la expresión “fulano tiene una vida de perro”, para indicar una vida azarosa, con mala suerte, o de mal vivir y que hacía que todo el mundo lo tratara como a un canino. En la época de mi infancia (no se vale sacar cuentas), lo más normal era tener un perro “rialengo”. Estos se criaban en la calle “marotiando” cuantas latas de basura había, de ahí su otro nombre “viralatas” y luego iban a su casa para la comida formal, que consistía en las sobras que dejaban sus amos: huesos, que cuando eran de pollo eran abundantes, el arroz que sobraba en los platos y el concón, con el que acariciaban el cardero de la carne y la olla de la habichuela. Todo esto aderezado con restos de ensalada: dos ruedas de tomates, otra de pepino, repollo y cuantas diabluras sobrara en la mesa. Generalmente uno no buscaba al perro, sino que el perro escogía a uno. El ubicaba a su futuro amo (principalmente a las mujeres) en sus idas y venidas al hacer las compras y tímidamente comenzaba a menearle la cola y a caminar detrás de ella un poco retirado. Luego iba tomando confianza (no mucha, porque el perro “rialengo” siempre está atento a que le manden una “patá”), luego se instalaba en la puerta, hasta que todos en el hogar se acostumbraban a su presencia. Eso si, nada de entrar a la casa: lo suyo era el frente o el patio. El nombre se lo ponían dependiendo de una característica física: boca negra, pata blanca, kaki, negrito(a), manchita, cola blanca, bolo, bolito, oreja prieta o el nombre de moda de los perros en ese momento: princesa, biuti, rintin, duque, etc. Un rasgo a destacar de estos seres vivos, cuando lo que tienen por morada es el inmenso aire libre y de techo el cielo, es su capacidad de adaptación a todo tipo de situaciones, de climas, de vicisitudes. Ellos aguantan estoicamente los aguaceros cuando no encuentran albergue y al paso de un ciclón, ellos salen caminando sobre los escombros como si nada, parecen empleados de la defensa civil. Otra importante característica de estos perros era que cada uno tenía su fritura oficial, que era donde cenaban, ya que la cena en la casa era siempre víveres y nadie era loco de echarle un tajo de salchichón (así se llamaba el salami en esa época). Ellos llegaban a su “fonda”, se ubicaban en un sitio estratégico y ¡chaz! eran expertos aparando la comida en el aire y aunque unos bellacos le tiraban carne caliente, ellos eran unos veteranos y la enfriaban en plena boca como si tal cosa. La inteligencia de estos perros de mi infancia era legendaria, conocían a todos los miembros de la casa: a la doña, esa se ocupaba de su comida, su pana full, el sobrino “arrimao”, ¡ahí no había vida!, un carajito “atronao” que siempre le apagaba colillas en el lomo, ¡a correr se ha dicho!, una tía jamona, medio aloquetiá, que no lo podía ver ni en pintura, “la cruz” y el más difícil, el amo, que no se sabía como iba a llegar de la calle: “¡fó!, boten a ete jodio perro o báñenlo, no sea nadie pendejo”. Cuando las hembras parían (luego de dar un espectáculo en todo el barrio), se repartían y los machos se iban primero (la gente primero le levantaba la patica “por siaca”) y los sobrantes los ponían en una caja para que alguien los recogiera. Muchos se quedaban en la pura calle, no se como se criaban, pero después pasaban a formar parte de la gran familia de perros callejeros. ¡Qué diferencia con los perros que tenemos ahora!
Contenido
Contáctenos
Studio 88.5 FM
Calle Leonor Feltz, esq. Ercilia Ozuna
Tels.: 809-539-8850
Para publicidad en la página y el programa,
comunícate con nuestra ejecutiva:
Silvia de Leon
Tel.: 809-519-5092
Webmaster
Danny Lantigua
Tel.: 829-901-0998
dlantigua@dominicaninternet.com

0 comentarios:
Publicar un comentario